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La represión franquista se ensañó con ellos aplicando todos los medios posibles para castigarlos: muerte, cárcel, depuración profesional e incautación de bienes y multas millonarias
Trescientos masones andaluces fueron asesinados por los golpistas en las primeras semanas que siguieron al alzamiento militar contra la Segunda República del 18 de julio de 1936. Muchos de ellos eran diputados, alcaldes, concejales y dirigentes sindicales, ya que las masonería tuvo tradicionalmente más arraigo en Andalucía que en ninguna otra parte de España. Así lo pone de manifiesto un profundo estudio elaborado por investigadores de varias universidades andaluzas, publicado por la Universidad de Sevilla, en dos tomos con 1.200 páginas bajo el título Los masones andaluces de la República, la guerra y el exilio.
Influenciado por la Iglesia, el franquismo volcó sobre la masonería toda su inquina y aplicó contra sus miembros una interminable represión que comenzó con su eliminación física a través de los asesinatos extrajudiciales masivos que se produjeron allí donde el golpe militar se impuso desde el principio, como ocurrió en Andalucía occidental. Pero, tras la Guerra Civil e instaurada ya la dictadura, el nuevo régimen no tuvo piedad con los masones, y persiguió a quienes no pudieron huir al exilio estableciendo incluso un tribunal especial específicamente centrado en represaliar a la masonería y el comunismo, que funcionó sin parar desde 1940 hasta 1964.
La masonería en Andalucía tuvo una fuerza especial desde siempre, como revela la importante publicación de la Hispalense, cuyo contenido ofrece también una especie de diccionario biográfico de la A a la Z de los casi 6.000 masones andaluces que aparecen adscritos a 160 logias entre los años 1898 y 1936. Sin embargo, el gran arraigo andaluz de la masonería venía de atrás, ya que en las tres décadas comprendidas desde 1868 hasta 1898 el número de masones registrados en 431 organismos distintos fue de 9.904 en total. Leandro Álvarez Rey, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Sevilla y coordinador del trabajo, apoya este dato sobre la importancia de la masonería en la vertebración social con la comparación a finales del siglo XIX entre las 27 agrupaciones socialistas y las doscientas logias existentes y repartidas por toda Andalucía.
El momento más esplendoroso de la masonería en Andalucía se vive en los años 20 del siglo pasado, durante la dictadura de Primo de Rivera, siendo en 1926 cuando el científico Demófilo de Buen, presidente federal del Gran Oriente Español, traslada su domicilio a Sevilla reforzando así la posición andaluza como referente de toda la masonería española, con un 40% de sus miembros viviendo en la región. «Las logias -según Álvarez Rey- eran espacios de sociabilidad laica y republicana, donde se celebraban bautizos y funerales laicos, así como veladas culturales como si se trataran de ateneos populares, en un ambiente de progreso, liberalismo y tolerancia».
Sin embargo y pese a lo que pudiera esperarse, la llegada de la República no supuso un fortalecimiento de la masonería, sino su debilitamiento, sencillamente porque muchos de sus miembros pasaron a ocupar cargos representativos y de responsabilidad y dejaron de asistir a las reuniones de las logias. Buen ejemplo de ello fue el socialista granadino Fernando de los Ríos, diputado y ministro en varias legislaturas, que había alcanzado antes el alto grado 33 como masón. También fue masón Blas Infante, padre de la patria andaluza, que fue fusilado al principio con otros altos dirigentes políticos a las afueras de Sevilla.
Expolio y multas para la familia tras los asesinatos
“La masonería fue siempre para la Iglesia española una fuerte competencia y un peligro que podía mermar su influencia social con su mensaje filantrópico y solidario de hacer el bien por el bien, frente a la caridad pensando en obtener beneficios en ultratumba”, afirma Fernando Martínez, también coordinador de la obra y catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Almería, quien pone como ejemplo el curioso caso del llamado “médico de los pobres” José Litrán, al que las autoridades eclesiásticas almerienses se negaron a dar cristiana y digna sepultura por ser masón a finales del siglo XIX. Por si no fuera poco el desprecio religioso sobre aquel galeno, el franquismo -en su obsesiva persecución contra el contubernio judeomasónico- llegó a declarar en rebeldía a Litrán a través de los tribunales especiales de Responsabilidades Políticas y contra la Masonería y el Comunismo, pese a que el hombre había fallecido cuarenta años antes.
De todas formas, no era nada extraño que dichos tribunales, llevados por un voraz y ejemplarizante afán confiscatorio y recaudatorio, encausaran a destacados masones años después de que hubieran sido fusilados durante las primeras semanas tras el golpe. Lo explica bien el profesor Martínez: “A los masones los culpan de todos los males de España y por eso les llegan todos los tipos de represión (física con fusilamiento o cárcel, depuración profesional y económica con incautación de bienes). Incluso habiendo sido fusilados, sus familias son castigadas con incautaciones y multas ruinosas, por decisión de los tribunales especiales que trasladan a las familias las responsabilidades políticas del difunto. Una barbaridad jurídica”.
Una de las tareas prioritarias de la represión conforme ciudades y pueblos fueron cayendo en manos de los golpistas fue la búsqueda implacable de los masones, especialmente los políticos, como un centenar de diputados de la Segunda República, así como los alcaldes de las principales ciudades y casi 400 concejales y numerosos dirigentes de partidos y sindicatos.
El oscuro origen de algunas fortunas del franquismo
«Cuando asaltaron la casa de Diego Martínez Barrio -que ocupó las tres altas magistraturas del Estado: presidente de la República, jefe de Gobierno y presidente de las Cortes- levantaron el suelo esperando encontrar cadáveres de víctimas de supuestos rituales satánicos y sólo encontraron archivos y fotos que sirvieron para identificar, localizar y cazar a los miembros de las logias». El historiador almeriense Fernando Martínez asegura que la presión social contra los masones se volvió insoportable y pone como ejemplos el listado que publicó el diario sevillano conservador La Unión de 74 masones o la lista ad hoc que confeccionó un presbítero cordobés.
La condena mínima por ser masón era de 12 años y un día de cárcel y los masones detenidos fueron presionados, con el fin de no verla incrementada, para que se retractaran, para que abjurasen de su pertenencia a la masonería y delatasen a sus compañeros. Pero también vieron sus bienes incautados y sufrieron multas millonarias. Martínez Barrio, con su huida al exilio, perdió su casa, que también era sede de la logia y de su partido, y su imprenta. El historiador sevillano Leandro Álvarez Rey comenta como especialmente significativo el caso del espectacular templo de la logia de La Línea de la Concepción, que fue incautado, subastado y finalmente adjudicado al jefe local de la Falange y alcalde, que se lo quedó. «Fue un auténtico expolio. Con hechos como este se puede explicar el origen de muchas fortunas que se hicieron durante el franquismo». «Perdieron sus bienes, pero no la dignidad -añade Álvarez Rey- porque en los juicios sólo señalaron a los que habían muerto o se habían exiliado, lo que no convenció a los tribunales, que reforzaron las condenas».
Los masones son uno de los colectivos más olvidados como víctimas del franquismo. Otras organizaciones políticas y sindicales han podido recuperar su patrimonio y sus miembros han sido objeto de público reconocimiento. Pero no los masones. Sólo el Parlamento catalán ha aprobado una declaración de reconocimiento considerándolos «honorables». Fernando Martínez espera que esta obra editorial producida por investigadores universitarios andaluces sirva «para rendirles un tributo de dignidad y honorabilidad».